
Durante 20 años, esta pequeña ciudad resistió al poder de Roma. Derrotó a varios generales, humilló a legiones enteras. Hasta que el Senado envió a Escipión Emiliano, vencedor de Cartago.
Numancia fue cercada, aislada, condenada al hambre. No hubo batalla abierta: fue un asedio implacable. Cuando la derrota fue inminente, sus habitantes tomaron una decisión feroz y heroica.
Antes que caer prisioneros, se dieron muerte entre ellos: hermanos, esposas, hijos… porque era más digno morir por mano amiga que bajo el yugo del enemigo. Los últimos se arrojaron al fuego que devoraba su ciudad.
Escipión la encontró vacía, humeante, pero jamás vencida.
Así nació un símbolo. Porque en Numancia no sólo ardió una ciudad: se forjó, entre cenizas, el alma trágica y desafiante de Hispania.